miércoles, 1 de mayo de 2019

LA ENFERMEDAD


La Fe cristiana afirma que Dios no ha creado la enfermedad. Esa entró en el mundo causada por el primer pecado, cometido por el hombre Adán y la mujer Eva, cuando, tentados por el Diablo, abusando de su libertad, desobedecieron a Dios: querían ser superiores al mismo Dios y deseaban ardientemente conseguir sus fines fuera de Dios. De ahí en adelante los pecados de toda persona individual no han hecho más que acrecentar el mundo de los sufrimientos humanos.

¿Cuál es el origen de toda enfermedad?

La Fe cristiana afirma que Dios no ha creado la enfermedad. Esa entró en el mundo causada por el primer pecado, cometido por el hombre Adán y la mujer Eva, cuando, tentados por el Diablo, abusando de su libertad, desobedecieron a Dios: querían ser superiores al mismo Dios y deseaban ardientemente conseguir sus fines fuera de Dios. De ahí en adelante los pecados de toda persona individual no han hecho más que acrecentar el mundo de los sufrimientos humanos.

Dios por tanto no quiere la enfermedad; no ha creado el mal ni la muerte. Pero, desde el momento en que éstos, por causa del pecado, entraron en el mundo, su amor está todo dirigido a resanar al ser humano, a sanarlo del pecado e de todo mal y a colmarlo de vida, de paz y de gozo. Por esto ha enviado a su Hijo Jesús, quien ha muerto y resucitado para liberar al hombre del pecado y de sus consecuencias.

¿Cuál es el sentido de la enfermedad?

La enfermedad, que toca antes o después e implica la persona en todos sus niveles (desde el físico al psicológico, espiritual, moral), es y permanece siempre un misterio, un enigma.

La ciencia y la técnica pueden ayudar a encontrar una respuesta a la enfermedad. Pueden curarla, aliviarla, eliminarla al menos en parte, pero no podrán eliminarla del todo, y sobre todo no podrán nunca dar una respuesta satisfactoria a los interrogantes fundamentales que el sufrimiento, la enfermedad, la misma muerte suscitan en el corazón del ser humano.

Es necesario profundizar el sentido de la enfermedad, del dolor, del sufrimiento teniendo presentes también sus fundamentos médico-científicos, históricos, filosóficos, bíblicos, teológicos.

Es importante en particular profundizar los textos de la Sagrada Escritura acerca del sufrimiento, sobre el sentido de la muerte.

El sentido último de tal realidad puede encontrarse solamente a la luz de la Fe cristiana: “Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad” (Gaudium et spes, 22).

Dios de hecho no ha ahorrado el sufrimiento e incluso la muerte a Su mismo divino Hijo Jesús, el cual vence el pecado y los efectos del mismo (la enfermedad, el sufrimiento, la violencia y la muerte) con Su muerte en cruz y sobre todo con Su Resurrección.

Y esta victoria la remite Cristo ante todo a sí mismo, destruyendo la muerte con Su Resurrección, y luego también para nosotros. De hecho, mediante el Bautismo por Él instituido, nos es perdonado el pecado original y resurgimos a la vida de hijos de Dios. Luego durante todo el recorrido de nuestra vida sobre la tierra, luchando contra el pecado y sus consecuencias, reportamos con Cristo la victoria, que por ahora es parcial, en la espera de aquella definitiva que Cristo realizará para nosotros al final de este mundo, cuando entonces todo sufrimiento, enfermedad, muerte serán por Él definitivamente destruidos.

Por tanto, el sufrimiento puede hacerse sereno abandono a la voluntad divina y participación al sacrificio de Cristo.


¿Por qué siguen existiendo la enfermedad y el sufrimiento, a pesar de que Dios sea bueno, omnipotente, providente?

El Catecismo de la Iglesia Católica se expresa así en relación a esto:

“A esta pregunta tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa no se puede dar una respuesta simple. Él conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta: la bondad de la creación, el drama del pecado, el amor paciente de Dios que sale al encuentro del hombre con sus Alianzas, con la Encarnación redentora de su Hijo, con el don del Espíritu, con la congregación de la Iglesia, con la fuerza de los sacramentos, con la llamada a una vida bienaventurada que las criaturas son invitadas a aceptar libremente, pero a la cual, también libremente, por un misterio terrible, pueden negarse o rechazar. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.

Sin embargo, en su sabiduría y bondad Infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo "en estado de vía" hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección.

Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: "No fuisteis vosotros, dice José a sus hermanos, los que me enviasteis acá, sino Dios... aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir... un pueblo numeroso" . Del mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.

Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios «cara a cara» (1Cor 13,12), nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra” (CCC, 309-314).

 
¿Cómo se comportó Cristo en relación a los enfermos?

Cristo, en su vida terrena, ha tenido una particular predilección hacia los enfermos y los que sufren. De hecho:

· ha preferido a los que sufren;

· ha sanado muchos enfermos, que recurrían a Él con confianza: tales curaciones muestran que Jesús es verdaderamente ‘Dios que salva’;

· no ha venido sin embargo para eliminar todos los males aquí abajo, sino para liberar a los seres humanos de la más grave esclavitud: la del pecado, que es la causa de todos los males y sufrimientos;

· se ha identificado con el enfermo: “"Estuve enfermo y mi visitaste” (Mt 25,36); “Él ha tomado nuestras enfermedades y se ha cargado nuestras males” (Mt 8,17);

· ha confiado a sus apóstoles el ministerio de la curación, diciéndoles: “Curen a los enfermos” (Mt 10,8);

· ha instituido en particular dos sacramentos para los enfermos: la Eucaristía (en cuanto Viático) y el Sacramento del Unción de los enfermos;

· ha enseñado a los que lo seguían a trascender el sufrimiento y a darle un significado salvador;

· ha invitado a todos sus seguidores a estar dispuestos a sufrir con él y como él: “Si alguno quiere seguirme se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga” (Mt 16,24);

· ha asegurado su ayuda: “Te basta mi gracia: mi poder en efecto se manifiesta plenamente en la debilidad” (2 Cor 12,9);

· continúa estando con nosotros y por nosotros, sobre todo en nuestros momentos de sufrimiento.

Pero Jesucristo ha hecho incluso mucho más:

· ha vivido, él mismo, el sufrimiento, hasta la muerte y muerte de cruz;

· ha vencido, resucitando, el sufrimiento y la muerte, por sí y por nosotros.



¿Cuál es el comportamiento de la Iglesia en relación a los enfermos?

La Iglesia, en su constante solicitud por los enfermos:

·                       iluminada por la fe, proclama y testimonia el Evangelio del sufrimiento;

·                       ha siempre acompañado y continuará a acompañar la predicación del Evangelio con iniciativas de asistencia y cuidado a favor de la multitud de los que sufren;

·                       ofrece su propia contribución específica mediante el acompañamiento humano y espiritual de los enfermos;

·                       invita a abrirse al mensaje del amor de Dios, siempre atento a las lágrimas de quien se dirige a Él;

·                       sostiene la importancia de la pastoral sanitaria, en la cual adquieren un rol de especial relieve las capellanías de los hospitales, que tanto contribuyen al bien espiritual de los que pasan por las estructuras sanitarias;

·                       favorece el desarrollo de aquel aporte precioso que es dado por el voluntariado, que con su servicio dan vida a aquella fantasía de la caridad, que infunde esperanza también a la experiencia humana del sufrimiento. Es también por medio de voluntarios que Jesús puede continuar hoy a pasar entre los hombres, para beneficiarlos y sanarlos.



¿Cuál es la tarea de la medicina?

La medicina tiene como tarea:

Servir siempre a la vida: promoviéndola y defendiéndola desde su concepción hasta su ocaso natural. También cuando sabe que no puede debelar una grave patología, dedica sus propias capacidades a suavizar los sufrimientos.

Reconocer y respetar (o al menos no excluir) la dimensión trascendente, moral y espiritual de la vida humana.

Actuar y acrecentar la investigación y el progreso científico:

· como instrumento formidable para mejorar las condiciones de vida y de bienestar;

· en el respeto de la intangibilidad de cada ser humano;

· evitando toda voluntad de dominio.

Realizar continuamente una atenta reflexión sobre la naturaleza misma del ser humano, sobre su dignidad de ser humano creado por Dios a su imagen y semejanza. Tal dignidad inviolable del ser humano:

· pone al ser humano al centro y en la cima de todo lo que existe en la tierra;

· encuentra su fundamento:

o              en el misterio de la Creación, y en el de la Redención, realizada por Jesucristo, el Hijo eterno de Dios, Verbo de la Vida;

o              y en el destino del ser humano, el cual está llamado a ser hijo de Dios en el Hijo (Jesucristo) y templo vivo del Espíritu Santo, en la perspectiva de la vida eterna de comunión beatificante con Dios;

· va respetada en cualquier circunstancia o condición en la que se encuentre el ser humano y en cualquier estadio de su desarrollo en el que se encuentre (embrión, feto, niño, adulto, anciano o moribundo). Ni siquiera el sufrimiento, el estado de inconciencia, la inminencia de la muerte disminuyen la intrínseca dignidad de la persona humana.

Recordar que el servicio de la medicina a la vida y a la salud es siempre y en todo caso un servicio que remite al sentido del sufrimiento y de la muerte.

Dejarse vivificar por la inspiración cristiana, la cual no quita nada al ser humano y a la investigación científica, la ilumina y la dirige al verdadero bienestar integral de cada persona y de toda la persona.



¿Cuál es la tarea de los médicos?

Los médicos tienen la tarea de:

Ser siempre los servidores de la vida, que es siempre un bien en sí misma y por sí misma.

Respetar los principios éticos que tienen su raíz en el mismo Juramento de Hipócrates, el cual afirma que:

· no hay vidas indignas de ser vividas;

· no hay sufrimientos, por cuanto penosos, que puedan justificar la supresión de una existencia;

· no hay razones, por muy altas, que hagan plausible la creación de seres humanos destinados a ser utilizados y destruidos.

Contribuir efectivamente a la eliminación de los motivos del sufrimiento que humillan y entristecen al ser humano, y a edificar un mundo siempre más acorde con la dignidad del ser humano.

Ponerse a la escucha de cada ser humano, sin distinción ni discriminación alguna, y acoger a todos para aliviar los sufrimientos de cada uno. .

Ver en el enfermo no un número clínico, sino una persona a la cual acercarse con humanidad y participación: a pesar de todo, el enfermo siempre vale más que su enfermedad y su vida vale más que aquello que la amenaza.

Curar ciertamente la enfermedad, pero sobretodo al enfermo, teniendo presente la complementariedad e interdependencia de todas las dimensiones de la persona (físicas, afectivas, morales, espirituales, familiares, sociales …). < /li>

Ir al encuentro de las necesidades de toda la persona, recordando que la única respuesta verdaderamente humana, de frente al sufrimiento ajeno, es el amor que se prodiga en el acompañamiento y en el compartir.

Agregar al aporte institucional de la propia profesionalidad el ‘corazón’, que sólo está en grado de llegar al ‘corazón’ del enfermo y de humanizar las estructuras.

Vivir la propia profesión como don de sí al enfermo (caridad profesional).

Recordar que existe una relación directamente proporcional entre la capacidad de sufrir y la capacidad de ayudar a quien sufre: quien está dispuesto a aceptar y soportar con fuerza interior y con serenidad los propios sufrimientos es también la persona más sensible al dolor ajeno y la más pronta a aliviar los dolores de los demás.

Poner en acto la verdadera compasión, la cual:

· promueve todo racional esfuerzo para favorecer la curación del paciente;

· acompaña al paciente con amoroso respeto y dedicación durante toda la duración de su enfermedad, poniendo en acto todas las acciones y las atenciones posibles para disminuir los sufrimientos y favorecer una vivencia de los mismos en cuanto posible serena;

· estimula la solidaridad y el compartir no sólo junto y por quien sufre sin más esperanza, sino también junto y por quien vive la experiencia del dolor de una persona querida;

· al mismo tiempo ayuda a detenerse cuando ninguna acción resulta ya útil a la curación.



¿Cuál es la tarea de los médicos católicos?

El médico católico tiene la misión de:

poner en acto los mismos empeños expuestos anteriormente los cuales son comunes a los médicos no católicos, con mayor dedicación y espíritu de abnegación, testimoniando el amor de Cristo por los enfermos.

Prestar atención a la dimensión espiritual del ser humano, teniendo muy presente el sentido cristiano de la vida y de la muerte, y la función del dolor en la vida humana.

Respetar siempre y fielmente la ley de Dios, poniendo en acto si es necesario la objeción de conciencia de frente a aquellas personas que contradicen la ley divina.

Saber reconocer en cada enfermo al mismo Cristo: ocupándose del enfermo, el cristiano sabe que se ocupa del mismo Cristo (cfr. Mt 25,35-40).

Tomar de la fe cristiana el conforto en el propio sufrimiento y la capacidad de aliviar el sufrimiento ajeno.

Estar:

· Consciente de ser un instrumento del amor misericordioso de Dios;

Colaborar con cuantos están empeñados en la pastoral del sufrimiento.

Vivificar el propio servicio médico con la oración constante a Dios, “amante de la vida” (Sap 11,26), recordando siempre que la curación, en última instancia, viene del Altísimo, por la intercesión particular también de la Santísima Virgen María invocada como Salus infirmorum et Mater Scientiae.

Poner en práctica no sólo las curas médicas, sino también las espirituales, las cuales constituyen no sólo una necesidad sentida, sino incluso un derecho fundamental de todo enfermo, con la consecuente responsabilidad de quienes lo asisten.

Interrogarse acerca de la propia espiritualidad, sobre el sistema de valores que guía la propia existencia, sobre las respuestas que nacen del corazón a los interrogantes relacionados con el significado del sufrimiento y de la muerte.

Llevar consuelo cristiano a los enfermos y a sus familiares.

Favorecer por parte del enfermo la petición y la acogida en la Fe, de los sacramentos que Cristo ha instituido también para ayudar espiritualmente al enfermo: los Sacramentos de la Confesión, de la Eucaristía (en particular como Viático) y de la Unción de los enfermos.



¿Cuáles aspectos positivos provienen de la enfermedad?

La enfermedad puede:

Ayudar a tomar conciencia de nuestra limitación, de la precariedad de nuestro camino aquí en la tierra.

Dar origen a una densa y amplia red de solidaridad a nivel familiar y social (voluntariado).

Ofrecer la posibilidad de saber leer el designio de Dios en la propia vida. La "clave" de tal lectura está constituida por la Cruz de Cristo. El Verbo encarnado se ha encontrado con nuestra debilidad, asumiéndola sobre sí en el misterio de la Cruz. Quien sabe acogerla en su vida experimenta cómo el dolor, iluminado por la Fe, llega a ser fuente de esperanza y de salvación.

Constituir una concreta posibilidad, ofrecida a nuestra libertad, para decidir cuál realización escoger para nuestra existencia.

Tener también un valor redentor para sí y para los demás. Si el sufrimiento va unido al de Cristo, se hace participación en la obra de la salvación de Jesucristo, llega a ser medio de salvación, puede traer beneficios morales y espirituales al paciente y a la humanidad. “Yo completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, a favor de su cuerpo que es la Iglesia” (Col 1,24).



¿Cuáles beneficios produce el sacramento de la Unción a los enfermos?

Este sacramento, instituido por Cristo no para los muertos, sino para los vivos, y por tanto para el cristiano gravemente enfermo:

Confiere un don particular del Espíritu Santo: una gracia de consuelo, de paz de coraje:

· para enfrentar las dificultades de la enfermedad;

· para unirse más íntimamente a la pasión de Cristo;

· para contribuir al bien del Pueblo de Dios.

Perdona todos los pecados, si no ha sido posible celebrar antes el sacramento de la confesión.

Favorece a veces la curación, si esto ayuda a la salvación espiritual del enfermo.

Prepara para el paso a la vida eterna.

Permite usufructuar de la oración de toda la Iglesia que:

· intercede por el bien del enfermo;

· sufre junto con él;

· se ofrece, por medio de Cristo, a Dios Padre.



¿Cuál es la concepción cristiana acerca de los cuidados paliativos?

La Fe cristiana:

Reconoce la licitud y la necesidad en algunos casos de los cuidados paliativos, los cuales están“destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la fase final de la enfermedad y a asegurar al mismo tiempo al paciente un adecuado acompañamiento” (Juan Pablo II, Evangelium vitae, 65).Estas de hecho buscan aliviar especialmente en el paciente Terminal, una vasta gama de síntomas de sufrimiento físico, psíquico y mental, y requieren por lo mismo la intervención de un equipo de especialistas con competencia médica, psicológica y religiosa, compenetrados entre ellos para sostener al paciente en la fase crítica.

Afirma al mismo tiempo la necesidad de respetar la libertad de los pacientes, los cuales deben ser puestos en grado, en la medida de lo posible, “de satisfacer sus obligaciones morales y familiares y sobre todo deben poder prepararse con plena conciencia al encuentro definitivo con Dios” (op. cit., 65).

Recomienda que el suministro de los analgésicos sea efectivamente proporcionado a la intensidad y a la cura del dolor, evitando cualquier forma de eutanasia como se tendría suministrando ingentes cantidades de analgésicos proporcionados con la finalidad de provocar la muerte.

Recuerda la teoría del llamado doble efecto ligado al uso de tales fármacos: los cuales de hecho si por una parte alivian el dolor, por otra parte pueden llevar a la dependencia o incluso acelerar el efecto letal de la enfermedad.

Anima la formación de especialistas en cuidados paliativos, en particular con la creación tanto de estructuras didácticas en las cuales pueden interesarse también psicólogos y agentes pastorales, como de casas de cuidado para los enfermos terminales, recordando que ya en el siglo primero, en tiempos del Papa San Cleto -tercer sucesor de San Pedro- la Iglesia había proveído a su construcción.



¿Qué dice la Fe cristiana acerca del ensañamiento terapéutico?

La fe cristiana afirma que:

· el rechazo del ensañamiento terapéutico no es un rechazo del paciente y de su vida.

· El objeto de la deliberación sobre la conveniencia de iniciar o continuar una práctica terapéutica no es el valor de la vida del paciente, sino el valor de la intervención médica sobre el paciente.

· La eventual decisión de no dar inicio o de interrumpir una terapia debe considerarse éticamente correcta cuando la misma es el resultado ineficaz o claramente desproporcionado a los fines del mantenimiento de la vida o de la recuperación de la salud del paciente.

· El rechazo del ensañamiento terapéutico por tanto es expresión del respeto que en todo instante se le debe al paciente.

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¿Cuándo no habrá más enfermedad, sufrimiento y muerte?

La enfermedad, el sufrimiento y la muerte no existirán más desde el momento en que Cristo Señor retornará al final de los tiempos, para liberar el universo de la corrupción y de la muerte y para renovarlo con “los nuevos cielos y una nueva tierra” (2 Pt 3,13).

El Primicerio

de la Basílica de los Santos Ambrosio y Carlos en Roma

Monsignor Raffaello Martinelli
Fuente: Catholic.net 


ENFERMEDADES ESPIRITUALES

Sólo el Señor puede ser proclamado justo.
- Eclesiástico 18, 2

Enfermedades del alma
Las enfermedades espirituales son problemas comunes que desgastan nuestro ánimo, echan a perder nuestra Fe y destruyen nuestra comunión con la Iglesia. Son enfermedades que se dan en el espíritu, y que debemos tratar de curar para poder vivir como verdaderos hijos de Dios. A continuación os describo brevemente las más comunes hoy en día:

Sentirse indispensable: Nadie es indispensable, sólo Dios. Tú únicamente eres un pobre siervo de Dios, cuya función puede ejercerla cualquier otra persona. Además, no vas a salvar a nadie: salva Cristo.

Excesiva actividad: Es importante detenerse a contemplar a Cristo. Si no dedicas tiempo a la oración y a la Palabra, no harás los planes de Dios sino los tuyos… ¡Pues ni siquiera sabrás qué quiere Dios de ti!

Corazón endurecido: Si cuando escuchas la Palabra dices «es lo mismo de siempre», y no toca tu corazón, o cuando ves a un pobre dices «bah» y no lo ayudas, tienes un problema muy grave: has endurecido tu corazón y el Espíritu ha huido de ti.

Perder la propia historia: Es fundamental no olvidar la historia de Salvación que Dios ha hecho en nuestra vida, nuestro primer encuentro con Él, y nuestro primer amor por Él. El maligno tratará siempre de reinterpretarlo todo.

Grupos selectos: Hay que evitar los círculos cerrados, donde la pertenencia al grupo se hace más fuerte que la pertenencia al Cuerpo y, en algunas situaciones, a Cristo mismo (Papa Francisco)[45].

No buscar a Dios: La guía de la vida del católico es el amor, es decir, la virtud de la caridad. Por amor a Dios y al prójimo evitamos pecar, y por amor rezamos y hacemos el bien. No por un “querer ser perfecto” que viene de la soberbia.

Amar si estamos bien: Rezar para sentir paz espiritual o rebotarte contra Dios cuando todo va mal, son las manifestaciones comunes de un amor parcial que tiene la necesidad de sentirse bien para estar con Dios. O si no, no juega.

División entre vida y Fe: No se puede ser cristiano a ratos, o dependiendo del contexto. O se es, o no se es. Y si haces esto, tenlo claro: no lo eres. Y Dios llora por tu traición.

Con Dios y el dinero: Acumular bienes o hacer de la religión un negocio, más allá de que el obrero tiene derecho a su salario (1 Timoteo 5, 18b), solamente hace más pesado el camino y lo frena inexorablemente (Papa Francisco)[45].

¿De dónde nacen todas estas enfermedades espirituales? Por supuesto, de nuestra debilidad. Por ello, lo mejor que podemos hacer es estar vigilantes, evitándolas en la medida de lo posible; y no olvidar nunca que el eje de la vida cristiana es dar a los demás el amor con que Dios nos llena en su relación personal con nosotros. Sin relación con Dios no hay amor. Sin amor no podemos hacer el bien de verdad. Y sin hacer el bien de verdad… ¿Cómo llamarnos cristianos? Por eso… ¡No pierdas nunca tu relación personal con Dios!


Pecados capitales

Los pecados capitales son, en muchas ocasiones, el mal que enferma nuestra alma, pues son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza (Catecismo 1866). Estos pecados se combaten con las virtudes cristianas, que ya explicamos en su momento y que conviene poner en práctica en la medida que Dios nos lo permita.

Gula: La gula se suele asociar a comer y beber mucho, lo cual es correcto, pero no es el único caso: la gula puede ser también el comer siempre algo “exquisito”, o el estar comiendo durante mucho tiempo. Tú, huye de la gula con el ayuno, y no seas insaciable con los placeres, ni te abalances con la comida (Eclesiástico 37, 29).

Envidia: La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal (Catecismo 2539). La envidia se vence con humildad y caridad: la humildad para no considerarte merecedor de nada, y menos aún de algo que tiene otro; y la caridad para pensar en las necesidades del otro, en vez de en las tuyas y en lo que supuestamente te falta.

Ira: La ira es una alteración violenta, incontrolada o provocada, en contra de una persona, que puede llevar al odio e incluso a la venganza. La ira nace normalmente cuando uno cree que le han hecho una injusticia y no es capaz de poner en práctica las palabras de Jesús que dicen: Pues yo os digo: no os resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra (Mateo 5, 39). Por eso la ira es una ilusión de justicia, pues no hay ninguna justicia en ella. Pero… ¿Cómo vencerla? Con paciencia y humildad. Dios te ha perdonado, te ha amado, te ayuda en tu vida diaria, y te ha regalado la vida eterna… ¿Cómo no perdonar tu también? Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo (Lucas 6, 36).

Pereza: La tibieza es una vacilación o negligencia en responder al amor divino; puede implicar la negación a entregarse al movimiento de la caridad. La acedia o pereza espiritual llega a rechazar el gozo que viene de Dios y a sentir horror por el bien divino (Catecismo 2094). Nosotros, en cambio, seamos diligentes en todo, incluido en las obras de la Fe que agradan a Dios, no sea que llegue de improviso y os encuentre dormidos (Marcos 13, 36).

Lujuria: El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo (1 Corintios 6, 13b), pues el necio da rienda suelta a sus pasiones, el sabio acaba dominándolas (Proverbios 29, 11). Por eso, frente a la lujuria están la templanza y la castidad, que te permitirán amar a la otra persona, en vez de usarla para tu propio gusto.

Avaricia: La codicia es una sed, un deseo, un afán, de dinero y bienes nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Es fundamental evitar la avaricia, porque nadie puede servir a dos señores; porque aborrecerá a uno y amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No podéis servir a Dios y al Dinero (Mateo 6, 24). ¡Dios no puede estar en un corazón codicioso! ¿Y cómo evitar la codicia? Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos, donde no llega el ladrón, ni la polilla corroe (Lucas 12, 33). Porque donde esté tu tesoro, allí estará también tu corazón (Mateo 6, 21).

Soberbia: Orgullo, soberbia y vanagloria son pecados muy relacionados entre sí, que eliminan a Dios del centro de la vida y ponen a uno mismo en su lugar. El enorgullecimiento ocurre al atribuirte como mérito lo que te ha sido dado, pues ¿quién es el que te prefiere? ¿Qué tienes que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿a qué gloriarte cual si no lo hubieras recibido? (1 Corintios 4, 7). ¿Solución? La virtud de la humildad.

Hemos visto los pecados que muchas veces nacen de nuestro corazón y nos llevan a obrar mal, y hemos contrapuesto a cada uno de ellos la virtud que los anula. Pero no debemos olvidar una cosa fundamental: las virtudes no se obtienen sólo poniéndolas en práctica con insistencia, sino fundamentalmente buscando a Dios, que trae consigo todos los bienes. Por ello, no olvidemos nunca hacerle un hueco a Dios todos los días. ¿Y si caes? ¡Levántate! Además, como dice el apóstol Santiago, aquel, pues, que sabe hacer el bien y no lo hace, comete pecado (Santiago 4, 17). Es decir, que si se nos presenta la oportunidad de hacer el bien…. ¡Hagámoslo! ¡Como Dios lo hace con nosotros!

Práctica
¿Por qué hablamos a estas alturas de las enfermedades espirituales y de los pecados capitales? Pues porque el pecado tiene una fuerte dimensión social, es decir, afecta a los demás. Cuando tú y yo envidiamos, empezamos a murmurar, luego difamamos, luego nos enemistamos y odiamos y, finalmente, rompemos la unidad de la Iglesia. Cuando somos insensibles a las necesidades de nuestro prójimo, damos un antitestimonio cristiano, alejando y escandalizando a otras personas. Por ello, para vivir en la Iglesia es fundamental permanecer alerta en este combate contra el pecado. Ante todo esto, hagamos un serio examen de conciencia y, arrepentidos, pidamos perdón al prójimo y acudamos al Sacramento de la Reconciliación:


  • Realizar un serio Examen de Conciencia a este respecto
  • Querer y hasta desear abandonar los pecados
  • Pedir perdón de los pecados públicos cometidos contra otros
  • Confesarse con un Sacerdote y cumplir la Penitencia

Contenido original «Enfermedades espirituales» propiedad de Curso Católico «www.cursocatolico.com» bajo la licencia CC by-nc-nd 4.0.



Cómo debo enfrentar la enfermedad




Ponle fuerza a lo que es débil











sábado, 27 de abril de 2019

Padre Luis Toro


LA TRINIDAD



JESÚS ES DIOS Y ESTÁ EN EL PAN EUCARISTICO



COMO CONOCER EL ESPÍRITU SANTO



¿QUE DICE LA BIBLIA DE MARÍA?



LA CRUZ NOS SANTIFICA



QUÉ ES PECADO



LA IGLESIA DE CRISTO



Los 10 Mandamientos, Sábado o Domingo



EL BAUTISMO DE LOS NIÑOS



LA EUCARISTÍA








LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

CAPÍTULO TERCERO
LA RESPUESTA DEL HOMBRE A DIOS

142 Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitación es la fe.

143 Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela (cf. Rm 1,5; 16,26).

ARTÍCULO 1
CREO

I La obediencia de la fe

144 Obedecer (ob-audire) en la fe es someterse libremente a la palabra escuchada, porque su verdad está garantizada por Dios, la Verdad misma. De esta obediencia, Abraham es el modelo que nos propone la Sagrada Escritura. La Virgen María es la realización más perfecta de la misma.

Abraham, «padre de todos los creyentes»

145 La carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abraham: «Por la fe, Abraham obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba» (Hb 11,8; cf. Gn 12,1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23,4). Por la fe, a Sara se le otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abraham ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11,17).

146 Abraham realiza así la definición de la fe dada por la carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11,1). «Creyó Abraham en Dios y le fue reputado como justicia» (Rm 4,3; cf. Gn 15,6). Y por eso, fortalecido por su fe , Abraham fue hecho «padre de todos los creyentes» (Rm 4,11.18; cf. Gn 15, 5).

147 El Antiguo Testamento es rico en testimonios acerca de esta fe. La carta a los Hebreos proclama el elogio de la fe ejemplar por la que los antiguos «fueron alabados» (Hb 11, 2.39). Sin embargo, «Dios tenía ya dispuesto algo mejor»: la gracia de creer en su Hijo Jesús, «el que inicia y consuma la fe» (Hb 11,40; 12,2).

María : «Dichosa la que ha creído»

148 La Virgen María realiza de la manera más perfecta la obediencia de la fe. En la fe, María acogió el anuncio y la promesa que le traía el ángel Gabriel, creyendo que «nada es imposible para Dios» (Lc 1,37; cf. Gn 18,14) y dando su asentimiento: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Isabel la saludó: «¡Dichosa la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!» (Lc 1,45). Por esta fe todas las generaciones la proclamarán bienaventurada (cf. Lc 1,48).

149 Durante toda su vida, y hasta su última prueba (cf. Lc 2,35), cuando Jesús, su hijo, murió en la cruz, su fe no vaciló. María no cesó de creer en el «cumplimiento» de la palabra de Dios. Por todo ello, la Iglesia venera en María la realización más pura de la fe.

II "Yo sé en quién tengo puesta mi fe"(2 Tm 1,12)

Creer solo en Dios

150 La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una criatura (cf. Jr 17,5-6; Sal 40,5; 146,3-4).

Creer en Jesucristo, el Hijo de Dios

151 Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia (Mc 1,11). Dios nos ha dicho que les escuchemos (cf. Mc 9,7). El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Porque «ha visto al Padre» (Jn 6,46), él es único en conocerlo y en poderlo revelar (cf. Mt 11,27).

Creer en el Espíritu Santo

152 No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: "Jesús es Señor" sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Co 12,3). «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios [...] Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2,10-11). Sólo Dios conoce a Dios enteramente. Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios.

La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

III Las características de la fe

La fe es una gracia

153 Cuando san Pedro confiesa que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, Jesús le declara que esta revelación no le ha venido «de la carne y de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17; cf. Ga 1,15; Mt 11,25). La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. «Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con los auxilios interiores del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede "a todos gusto en aceptar y creer la verdad"» (DV 5).

La fe es un acto humano

154 Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas. Ya en las relaciones humanas no es contrario a nuestra propia dignidad creer lo que otras personas nos dicen sobre ellas mismas y sobre sus intenciones, y prestar confianza a sus promesas (como, por ejemplo, cuando un hombre y una mujer se casan), para entrar así en comunión mutua. Por ello, es todavía menos contrario a nuestra dignidad «presentar por la fe la sumisión plena de nuestra inteligencia y de nuestra voluntad al Dios que revela» (Concilio Vaticano I: DS 3008) y entrar así en comunión íntima con Él.

155 En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: «Creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q. 2 a. 9; cf. Concilio Vaticano I: DS 3010).

La fe y la inteligencia

156 El motivo de creer no radica en el hecho de que las verdades reveladas aparezcan como verdaderas e inteligibles a la luz de nuestra razón natural. Creemos «a causa de la autoridad de Dios mismo que revela y que no puede engañarse ni engañarnos». «Sin embargo, para que el homenaje de nuestra fe fuese conforme a la razón, Dios ha querido que los auxilios interiores del Espíritu Santo vayan acompañados de las pruebas exteriores de su revelación» (ibíd., DS 3009). Los milagros de Cristo y de los santos (cf. Mc 16,20; Hch 2,4), las profecías, la propagación y la santidad de la Iglesia, su fecundidad y su estabilidad «son signos certísimos de la Revelación divina, adaptados a la inteligencia de todos», motivos de credibilidad que muestran que «el asentimiento de la fe no es en modo alguno un movimiento ciego del espíritu» (Concilio Vaticano I: DS 3008-3010).

157 La fe es cierta, más cierta que todo conocimiento humano, porque se funda en la Palabra misma de Dios, que no puede mentir. Ciertamente las verdades reveladas pueden parecer oscuras a la razón y a la experiencia humanas, pero «la certeza que da la luz divina es mayor que la que da la luz de la razón natural» (Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.171, a. 5, 3). «Diez mil dificultades no hacen una sola duda» (J. H. Newman, Apologia pro vita sua, c. 5).

158 «La fe trata de comprender» (San Anselmo de Canterbury, Proslogion, proemium: PL 153, 225A) es inherente a la fe que el creyente desee conocer mejor a aquel en quien ha puesto su fe, y comprender mejor lo que le ha sido revelado; un conocimiento más penetrante suscitará a su vez una fe mayor, cada vez más encendida de amor. La gracia de la fe abre «los ojos del corazón» (Ef 1,18) para una inteligencia viva de los contenidos de la Revelación, es decir, del conjunto del designio de Dios y de los misterios de la fe, de su conexión entre sí y con Cristo, centro del Misterio revelado. Ahora bien, «para que la inteligencia de la Revelación sea más profunda, el mismo Espíritu Santo perfecciona constantemente la fe por medio de sus dones» (DV 5). Así, según el adagio de san Agustín (Sermo 43,7,9: PL 38, 258), «creo para comprender y comprendo para creer mejor».

159 Fe y ciencia. «A pesar de que la fe esté por encima de la razón, jamás puede haber contradicción entre ellas. Puesto que el mismo Dios que revela los misterios e infunde la fe otorga al espíritu humano la luz de la razón, Dios no puede negarse a sí mismo ni lo verdadero contradecir jamás a lo verdadero» (Concilio Vaticano I: DS 3017). «Por eso, la investigación metódica en todas las disciplinas, si se procede de un modo realmente científico y según las normas morales, nunca estará realmente en oposición con la fe, porque las realidades profanas y las realidades de fe tienen su origen en el mismo Dios. Más aún, quien con espíritu humilde y ánimo constante se esfuerza por escrutar lo escondido de las cosas, aun sin saberlo, está como guiado por la mano de Dios, que, sosteniendo todas las cosas, hace que sean lo que son» (GS 36,2).

La libertad de la fe

160 «El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe ser obligado contra su voluntad a abrazar la fe. En efecto, el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza» (DH 10; cf. CDC, can.748,2). «Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados en conciencia, pero no coaccionados [...] Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús» (DH 11). En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. «Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían. Pues su reino [...] crece por el amor con que Cristo, exaltado en la cruz, atrae a los hombres hacia Él» (DH 11).

La necesidad de la fe

161 Creer en Cristo Jesús y en Aquel que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación (cf. Mc 16,16; Jn 3,36; 6,40 e.a.). «Puesto que "sin la fe... es imposible agradar a Dios" (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella, y nadie, a no ser que "haya perseverado en ella hasta el fin" (Mt 10,22; 24,13), obtendrá la vida eterna» (Concilio Vaticano I: DS 3012; cf. Concilio de Trento: DS 1532).

La perseverancia en la fe

162 La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; san Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que nos la aumente (cf. Mc 9,24; Lc 17,5; 22,32); debe «actuar por la caridad» (Ga 5,6; cf. St 2,14-26), ser sostenida por la esperanza (cf. Rm 15,13) y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe, comienzo de la vida eterna

163 La fe nos hace gustar de antemano el gozo y la luz de la visión beatífica, fin de nuestro caminar aquí abajo. Entonces veremos a Dios «cara a cara» (1 Co 13,12), «tal cual es» (1 Jn 3,2). La fe es, pues, ya el comienzo de la vida eterna:

«Mientras que ahora contemplamos las bendiciones de la fe como reflejadas en un espejo, es como si poseyésemos ya las cosas maravillosas de que nuestra fe nos asegura que gozaremos un día» ( San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto 15,36: PG 32, 132; cf. Santo Tomás de Aquino, S.Th., 2-2, q.4, a.1, c).

164 Ahora, sin embargo, «caminamos en la fe y no [...] en la visión» (2 Co 5,7), y conocemos a Dios «como en un espejo, de una manera confusa [...], imperfecta" (1 Co 13,12). Luminosa por aquel en quien cree, la fe es vivida con frecuencia en la oscuridad. La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.

165 Entonces es cuando debemos volvernos hacia los testigos de la fe: Abraham, que creyó, «esperando contra toda esperanza» (Rm 4,18); la Virgen María que, en «la peregrinación de la fe» (LG 58), llegó hasta la «noche de la fe» (Juan Pablo II, Redemptoris Mater, 17) participando en el sufrimiento de su Hijo y en la noche de su sepulcro; y tantos otros testigos de la fe: «También nosotros, teniendo en torno nuestro tan gran nube de testigos, sacudamos todo lastre y el pecado que nos asedia, y corramos con fortaleza la prueba que se nos propone, fijos los ojos en Jesús, el que inicia y consuma la fe» (Hb 12,1-2).











DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

PRIMERA PARTE
LA PROFESIÓN DE LA FE

PRIMERA SECCIÓN
«CREO»-«CREEMOS»

CAPÍTULO SEGUNDO
DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE

50 Mediante la razón natural, el hombre puede conocer a Dios con certeza a partir de sus obras. Pero existe otro orden de conocimiento que el hombre no puede de ningún modo alcanzar por sus propias fuerzas, el de la Revelación divina (cf. Concilio Vaticano I: DS 3015). Por una decisión enteramente libre, Dios se revela y se da al hombre. Lo hace revelando su misterio, su designio benevolente que estableció desde la eternidad en Cristo en favor de todos los hombres. Revela plenamente su designio enviando a su Hijo amado, nuestro Señor Jesucristo, y al Espíritu Santo.

ARTÍCULO 1
LA REVELACIÓN DE DIOS

I Dios revela su designio amoroso

51 "Dispuso Dios en su sabiduría revelarse a sí mismo y dar a conocer el misterio de su voluntad, mediante el cual los hombres, por medio de Cristo, Verbo encarnado, tienen acceso al Padre en el Espíritu Santo y se hacen consortes de la naturaleza divina" (DV 2).

52 Dios, que "habita una luz inaccesible" (1 Tm 6,16) quiere comunicar su propia vida divina a los hombres libremente creados por él, para hacer de ellos, en su Hijo único, hijos adoptivos (cf. Ef 1,4-5). Al revelarse a sí mismo, Dios quiere hacer a los hombres capaces de responderle, de conocerle y de amarle más allá de lo que ellos serían capaces por sus propias fuerzas.

53 El designio divino de la revelación se realiza a la vez "mediante acciones y palabras", íntimamente ligadas entre sí y que se esclarecen mutuamente (DV 2). Este designio comporta una "pedagogía divina" particular: Dios se comunica gradualmente al hombre, lo prepara por etapas para acoger la Revelación sobrenatural que hace de sí mismo y que culminará en la Persona y la misión del Verbo encarnado, Jesucristo.

San Ireneo de Lyon habla en varias ocasiones de esta pedagogía divina bajo la imagen de un mutuo acostumbrarse entre Dios y el hombre: "El Verbo de Dios [...] ha habitado en el hombre y se ha hecho Hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la voluntad del Padre" (Adversus haereses, 3,20,2; cf. por ejemplo, Ibid., 3, 17,1; Ibíd., 4,12,4; Ibíd.,4, 21,3).

II Las etapas de la revelación

Desde el origen, Dios se da a conocer

54 "Dios, creándolo todo y conservándolo por su Verbo, da a los hombres testimonio perenne de sí en las cosas creadas, y, queriendo abrir el camino de la salvación sobrenatural, se manifestó, además, personalmente a nuestros primeros padres ya desde el principio" (DV 3). Los invitó a una comunión íntima con Ël revistiéndolos de una gracia y de una justicia resplandecientes.

55 Esta revelación no fue interrumpida por el pecado de nuestros primeros padres. Dios, en efecto, "después de su caída [...] alentó en ellos la esperanza de la salvación con la promesa de la redención, y tuvo incesante cuidado del género humano, para dar la vida eterna a todos los que buscan la salvación con la perseverancia en las buenas obras" (DV 3).

«Cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte [...] Reiteraste, además, tu alianza a los hombres  (Plegaria eucarística IV: Misal Romano).

La alianza con Noé

56 Una vez rota la unidad del género humano por el pecado, Dios decide desde el comienzo salvar a la humanidad a través de una serie de etapas. La alianza con Noé después del diluvio (cf. Gn 9,9) expresa el principio de la Economía divina con las "naciones", es decir con los hombres agrupados "según sus países, cada uno según su lengua, y según sus clanes" (Gn 10,5; cf. Gn 10,20-31).

57 Este orden a la vez cósmico, social y religioso de la pluralidad de las naciones (cf. Hch 17,26-27), está destinado a limitar el orgullo de una humanidad caída que, unánime en su perversidad (cf. Sb 10,5), quisiera hacer por sí misma su unidad a la manera de Babel (cf. Gn 11,4-6). Pero, a causa del pecado (cf. Rm 1,18-25), el politeísmo, así como la idolatría de la nación y de su jefe, son una amenaza constante de vuelta al paganismo para esta economía aún no definitiva.

58 La alianza con Noé permanece en vigor mientras dura el tiempo de las naciones (cf. Lc 21,24), hasta la proclamación universal del Evangelio. La Biblia venera algunas grandes figuras de las "naciones", como "Abel el justo", el rey-sacerdote Melquisedec (cf. Gn 14,18), figura de Cristo (cf. Hb 7,3), o los justos "Noé, Daniel y Job" (Ez 14,14). De esta manera, la Escritura expresa qué altura de santidad pueden alcanzar los que viven según la alianza de Noé en la espera de que Cristo "reúna en uno a todos los hijos de Dios dispersos" (Jn 11,52).

Dios elige a Abraham

59 Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abram llamándolo "fuera de su tierra, de su patria y de su casa" (Gn 12,1), para hacer de él "Abraham", es decir, "el padre de una multitud de naciones" (Gn 17,5): "En ti serán benditas todas las naciones de la tierra" (Gn 12,3; cf. Ga 3,8).

60 El pueblo nacido de Abraham será el depositario de la promesa hecha a los patriarcas, el pueblo de la elección (cf. Rm 11,28), llamado a preparar la reunión un día de todos los hijos de Dios en la unidad de la Iglesia (cf. Jn 11,52; 10,16); ese pueblo será la raíz en la que serán injertados los paganos hechos creyentes (cf. Rm 11,17-18.24).

61 Los patriarcas, los profetas y otros personajes del Antiguo Testamento han sido y serán siempre venerados como santos en todas las tradiciones litúrgicas de la Iglesia.

Dios forma a su pueblo Israel

62 Después de la etapa de los patriarcas, Dios constituyó a Israel como su pueblo salvándolo de la esclavitud de Egipto. Estableció con él la alianza del Sinaí y le dio por medio de Moisés su Ley, para que lo reconociese y le sirviera como al único Dios vivo y verdadero, Padre providente y juez justo, y para que esperase al Salvador prometido (cf. DV 3).

63 Israel es el pueblo sacerdotal de Dios (cf. Ex 19, 6), "sobre el que es invocado el nombre del Señor" (Dt 28, 10). Es el pueblo de aquellos "a quienes Dios habló primero" (Viernes Santo, Pasión y Muerte del Señor, Oración universal VI, Misal Romano), el pueblo de los "hermanos mayores" en la fe de Abraham (cf. Discurso en la sinagoga ante la comunidad hebrea de Roma, 13 abril 1986).

64 Por los profetas, Dios forma a su pueblo en la esperanza de la salvación, en la espera de una Alianza nueva y eterna destinada a todos los hombres (cf. Is 2,2-4), y que será grabada en los corazones (cf. Jr 31,31-34; Hb 10,16). Los profetas anuncian una redención radical del pueblo de Dios, la purificación de todas sus infidelidades (cf. Ez 36), una salvación que incluirá a todas las naciones (cf. Is 49,5-6; 53,11). Serán sobre todo los pobres y los humildes del Señor (cf. So 2,3) quienes mantendrán esta esperanza. Las mujeres santas como Sara, Rebeca, Raquel, Miriam, Débora, Ana, Judit y Ester conservaron viva la esperanza de la salvación de Israel. De ellas la figura más pura es María (cf. Lc 1,38).

III Cristo Jesús, «mediador y plenitud de toda la Revelación» (DV 2)

Dios ha dicho todo en su Verbo

65 "Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por su Hijo" (Hb 1,1-2). Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre, es la Palabra única, perfecta e insuperable del Padre. En Él lo dice todo, no habrá otra palabra más que ésta. San Juan de la Cruz, después de otros muchos, lo expresa de manera luminosa, comentando Hb 1,1-2:

«Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra [...]; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer otra alguna cosa o novedad (San Juan de la Cruz, Subida del monte Carmelo 2,22,3-5: Biblioteca Mística Carmelitana, v. 11 (Burgos 1929), p. 184.).

No habrá otra revelación

66 "La economía cristiana, como alianza nueva y definitiva, nunca pasará; ni hay que esperar otra revelación pública antes de la gloriosa manifestación de nuestro Señor Jesucristo" (DV 4). Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos.

67 A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas "privadas", algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia. Estas, sin embargo, no pertenecen al depósito de la fe. Su función no es la de "mejorar" o "completar" la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia. Guiado por el Magisterio de la Iglesia, el sentir de los fieles (sensus fidelium) sabe discernir y acoger lo que en estas revelaciones constituye una llamada auténtica de Cristo o de sus santos a la Iglesia.

La fe cristiana no puede aceptar "revelaciones" que pretenden superar o corregir la Revelación de la que Cristo es la plenitud. Es el caso de ciertas religiones no cristianas y también de ciertas sectas recientes que se fundan en semejantes "revelaciones".



DIOS AL ENCUENTRO DEL HOMBRE


ARTÍCULO 2 
LA TRANSMISIÓN DE LA REVELACIÓN DIVINA

74 Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" ( 1 Tim2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf. Jn 14,6). Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo:

«Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones» (DV 7).

I La Tradición apostólica

75 "Cristo nuestro Señor, en quien alcanza su plenitud toda la Revelación de Dios, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz" (DV 7).


74 Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" ( 1 Tim2,4), es decir, al conocimiento de Cristo Jesús (cf. Jn 14,6). Es preciso, pues, que Cristo sea anunciado a todos los pueblos y a todos los hombres y que así la Revelación llegue hasta los confines del mundo:

«Dios quiso que lo que había revelado para salvación de todos los pueblos se conservara por siempre íntegro y fuera transmitido a todas las generaciones» (DV 7).

I La Tradición apostólica

75 "Cristo nuestro Señor, en quien alcanza su plenitud toda la Revelación de Dios, mandó a los Apóstoles predicar a todos los hombres el Evangelio como fuente de toda verdad salvadora y de toda norma de conducta, comunicándoles así los bienes divinos: el Evangelio prometido por los profetas, que Él mismo cumplió y promulgó con su voz" (DV 7).

La predicación apostólica…

76 La transmisión del Evangelio, según el mandato del Señor, se hizo de dos maneras:

— oralmente: "los Apóstoles, con su predicación, sus ejemplos, sus instituciones, transmitieron de palabra lo que habían aprendido de las obras y palabras de Cristo y lo que el Espíritu Santo les enseñó"; 

— por escrito: "los mismos Apóstoles y los varones apostólicos pusieron por escrito el mensaje de la salvación inspirados por el Espíritu Santo" (DV 7).

… continuada en la sucesión apostólica

77 «Para que este Evangelio se conservara siempre vivo y entero en la Iglesia, los Apóstoles nombraron como sucesores a los obispos, "dejándoles su cargo en el magisterio"» (DV 7). En efecto, «la predicación apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el fin de los tiempos» (DV 8).

78 Esta transmisión viva, llevada a cabo en el Espíritu Santo, es llamada la Tradición en cuanto distinta de la sagrada Escritura, aunque estrechamente ligada a ella. Por ella, "la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las edades lo que es y lo que cree" (DV8). "Las palabras de los santos Padres atestiguan la presencia viva de esta Tradición, cuyas riquezas van pasando a la práctica y a la vida de la Iglesia que cree y ora" (DV 8).

79 Así, la comunicación que el Padre ha hecho de sí mismo por su Verbo en el Espíritu Santo sigue presente y activa en la Iglesia: "Dios, que habló en otros tiempos, sigue conservando siempre con la Esposa de su Hijo amado; así el Espíritu Santo, por quien la voz viva del Evangelio resuena en la Iglesia, y por ella en el mundo entero, va introduciendo a los fieles en la verdad plena y hace que habite en ellos intensamente la palabra de Cristo" (DV 8). 


El Hombre Es "Capaz" De Dios


CATECISMO DE LA IGLESIA CATÓLICA

PRIMERA PARTE
LA PROFESIÓN DE LA FE

PRIMERA SECCIÓN
«CREO»-«CREEMOS»

26 Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos diciendo: "Creo" o "Creemos". Antes de exponer la fe de la Iglesia tal como es confesada en el Credo, celebrada en la Liturgia, vivida en la práctica de los mandamientos y en la oración, nos preguntamos qué significa "creer". La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida. Por ello consideramos primeramente esta búsqueda del hombre (capítulo primero), a continuación la Revelación divina, por la cual Dios viene al encuentro del hombre (capítulo segundo), y finalmente la respuesta de la fe (capítulo tercero).

CAPÍTULO PRIMERO:
EL HOMBRE ES "CAPAZ" DE DIOS

I. El deseo de Dios

27 El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar:

«La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador» (GS 19,1).

28 De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso:

Dios «creó [...], de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 26-28).

29 Pero esta "unión íntima y vital con Dios" (GS 19,1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos (cf. GS 19-21): la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (cf. Mt 13,22), el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (cf. Gn 3,8-10) y huye ante su llamada (cf. Jon 1,3).

30 "Alégrese el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, "un corazón recto", y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.

«Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín, Confessiones, 1,1,1).

II Las  vías de acceso al conocimiento de Dios

31 Creado a imagen de Dios, llamado a conocer y amar a Dios, el hombre que busca a Dios descubre ciertas "vías" para acceder al conocimiento de Dios. Se las llama también "pruebas de la existencia de Dios", no en el sentido de las pruebas propias de las ciencias naturales, sino en el sentido de "argumentos convergentes y convincentes" que permiten llegar a verdaderas certezas.

Estas "vías" para acercarse a Dios tienen como punto de partida la creación: el mundo material y la persona humana.

32 El mundo: A partir del movimiento y del devenir, de la contingencia, del orden y de la belleza del mundo se puede conocer a Dios como origen y fin del universo.

San Pablo afirma refiriéndose a los paganos: "Lo que de Dios se puede conocer, está en ellos manifiesto: Dios se lo manifestó. Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad" (Rm 1,19-20; cf. Hch 14,15.17; 17,27-28; Sb 13,1-9).

Y san Agustín: "Interroga a la belleza de la tierra, interroga a la belleza del mar, interroga a la belleza del aire que se dilata y se difunde, interroga a la belleza del cielo [...] interroga a todas estas realidades. Todas te responde: Ve, nosotras somos bellas. Su belleza es su proclamación (confessio). Estas bellezas sujetas a cambio, ¿quién las ha hecho sino la Suma Belleza (Pulcher), no sujeta a cambio?" (Sermo 241, 2: PL 38, 1134).

33 El hombre: Con su apertura a la verdad y a la belleza, con su sentido del bien moral, con su libertad y la voz de su conciencia, con su aspiración al infinito y a la dicha, el hombre se interroga sobre la existencia de Dios. En todo esto se perciben signos de su alma espiritual. La "semilla de eternidad que lleva en sí, al ser irreductible a la sola materia" (GS 18,1; cf. 14,2), su alma, no puede tener origen más que en Dios.

34 El mundo y el hombre atestiguan que no tienen en ellos mismos ni su primer principio ni su fin último, sino que participan de Aquel que es el Ser en sí, sin origen y sin fin. Así, por estas diversas "vías", el hombre puede acceder al conocimiento de la existencia de una realidad que es la causa primera y el fin último de todo, "y que todos llaman Dios" (San Tomás de Aquino, S.Th. 1, q. 2 a. 3, c.).

35 Las facultades del hombre lo hacen capaz de conocer la existencia de un Dios personal. Pero para que el hombre pueda entrar en la intimidad de Él ha querido revelarse al hombre y darle la gracia de poder acoger en la fe esa revelación. Sin embargo, las pruebas de la existencia de Dios pueden disponer a la fe y ayudar a ver que la fe no se opone a la razón humana.

III El conocimiento de Dios según la Iglesia

36 "La Santa Madre Iglesia, mantiene y enseña que Dios, principio y fin de todas las cosas, puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas" (Concilio Vaticano I, Const. dogm. Dei Filius, c.2: DS 3004; cf. Ibíd., De revelatione, canon 2: DS 3026; Concilio Vaticano II, DV 6). Sin esta capacidad, el hombre no podría acoger la revelación de Dios. El hombre tiene esta capacidad porque ha sido creado "a imagen de Dios" (cf. Gn 1,27).

37 Sin embargo, en las condiciones históricas en que se encuentra, el hombre experimenta muchas dificultades para conocer a Dios con la sola luz de su razón:

«A pesar de que la razón humana, sencillamente hablando, pueda verdaderamente por sus fuerzas y su luz naturales, llegar a un conocimiento verdadero y cierto de un Dios personal, que protege y gobierna el mundo por su providencia, así como de una ley natural puesta por el Creador en nuestras almas, sin embargo hay muchos obstáculos que impiden a esta misma razón usar eficazmente y con fruto su poder natural; porque las verdades que se refieren a Dios y a los hombres sobrepasan absolutamente el orden de las cosas sensibles, y cuando deben traducirse en actos y proyectarse en la vida exigen que el hombre se entregue y renuncie a sí mismo. El espíritu humano, para adquirir semejantes verdades, padece dificultad por parte de los sentidos y de la imaginación, así como de los malos deseos nacidos del pecado original. De ahí procede que en semejantes materias los hombres se persuadan de que son falsas, o al menos dudosas, las cosas que no quisieran que fuesen verdaderas (Pío XII, enc. Humani generis: DS 3875).

38 Por esto el hombre necesita ser iluminado por la revelación de Dios, no solamente acerca de lo que supera su entendimiento, sino también sobre "las verdades religiosas y morales que de suyo no son inaccesibles a la razón, a fin de que puedan ser, en el estado actual del género humano, conocidas de todos sin dificultad, con una certeza firme y sin mezcla de error" (ibid., DS 3876; cf. Concilio Vaticano I: DS 3005; DV 6; santo Tomás de Aquino, S.Th. 1, q. 1 a. 1, c.).

IV ¿Cómo hablar de Dios?

39 Al defender la capacidad de la razón humana para conocer a Dios, la Iglesia expresa su confianza en la posibilidad de hablar de Dios a todos los hombres y con todos los hombres. Esta convicción está en la base de su diálogo con las otras religiones, con la filosofía y las ciencias, y también con los no creyentes y los ateos.

40 Puesto que nuestro conocimiento de Dios es limitado, nuestro lenguaje sobre Dios lo es también. No podemos nombrar a Dios sino a partir de las criaturas, y según nuestro modo humano limitado de conocer y de pensar.

41 Todas las criaturas poseen una cierta semejanza con Dios, muy especialmente el hombre creado a imagen y semejanza de Dios. Las múltiples perfecciones de las criaturas (su verdad, su bondad, su belleza) reflejan, por tanto, la perfección infinita de Dios. Por ello, podemos nombrar a Dios a partir de las perfecciones de sus criaturas, "pues de la grandeza y hermosura de las criaturas se llega, por analogía, a contemplar a su Autor" (Sb 13,5).

42 Dios transciende toda criatura. Es preciso, pues, purificar sin cesar nuestro lenguaje de todo lo que tiene de limitado, de expresión por medio de imágenes, de imperfecto, para no confundir al Dios "que está por encima de todo nombre y de todo entendimiento, el invisible y fuera de todo alcance" (Liturgia bizantina. Anáfora de san Juan Crisóstomo) con nuestras representaciones humanas. Nuestras palabras humanas quedan siempre más acá del Misterio de Dios.

43 Al hablar así de Dios, nuestro lenguaje se expresa ciertamente de modo humano, pero capta realmente a Dios mismo, sin poder, no obstante, expresarlo en su infinita simplicidad. Es preciso recordar, en efecto, que "entre el Creador y la criatura no se puede señalar una semejanza tal que la desemejanza entre ellos no sea mayor todavía" (Concilio de Letrán IV: DS 806), y que "nosotros no podemos captar de Dios lo que Él es, sino solamente lo que no es, y cómo los otros seres se sitúan con relación a Ël" (Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 1,30).



LA SANTÍSIMA TRINIDAD
Padre, Hijo y Espíritu Santo
Tres Personas distintas, Un solo Dios Verdadero

Dios, Nuestro Señor, es el Ser infinitamente bueno, misericordioso, sabio, poderoso, justo, principio y fin de todas las cosas. "Yo soy el que soy" (Ex 3,14)

La Santísima Trinidad es el mismo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas en un solo Dios verdadero. "Fuimos elegidos según el previo conocimiento de Dios Padre, con la acción del Espíritu para obedecer a Jesucristo y ser rociados con su sangre" (1Pe 1,2)

Dios Padre Creador, Dios Espíritu Santo Santificador, Dios Jesucristo Hijo Redentor
Las tres Personas de la Santísima Trinidad son realmente distintas, aunque son un solo Dios verdadero. En Dios hay una sola naturaleza, un solo entendimiento y una sola voluntad.
"La gracia de Nuestro Señor Jesucristo y la caridad de Dios Padre y la participación del Espíritu Santo, sea con todos vosotros" (2 Cor 13,13)

EL PADRE: es el Principio de Vida, de quien todo procede. Se le atribuye la Creación.
EL HIJO: procede eternamente del Padre, como engendrado por Él, y asumió en el tiempo una naturaleza humana por nuestra salvación. Se le atribuye La Redención.
EL ESPIRITU SANTO: es enviado por el Padre y el Hijo, como también procede de ellos, por vía de voluntad, a modo de amor. Se manifestó primero en el Bautismo y en la Transfiguración de Jesús y luego el día de Pentecostés sobre los discípulos; habita en los corazones de los fieles con el don de la caridad (Ef. 4,30). Se le atribuye la Santificación
Creemos en un solo Dios, en un solo Señor, Jesucristo y en el Espíritu Santo: Es el dogma fundamental de nuestra fe.
Creer no es sólo saber y entender, creer sobre todo es vivir. El misterio se cree y se adora. Por eso creer en la Trinidad es intentar vivir el misterio múltiple y único de Dios-Amor, que se manifiesta en nuestra vida. La Trinidad es la expresión de la profunda vitalidad divina y la raíz del amor que está en nosotros. Dios es amor, Dios es comunión y por eso cuando amamos, y acogemos a nuestros hermanos, nos sentimos felices, pues estamos realizando una relación de comunión, donde vibra el amor infinito de Dios.


Celebrar la Trinidad es descubrir que la fuente de nuestra vida es un Dios-comunidad; es sentirnos llamados a buscar nuestra verdadera felicidad en compartir lo que somos y tenemos con nuestros hermanos. No descansaremos hasta que podamos disfrutar de ese amor compartido y encontrarnos todos en esa comunidad en la que cada uno pueda ser sí mismo en plenitud, en solidaridad total con el otro. El modelo supremos y fundamental de comunidad es la Trinidad, donde el amor y la obediencia constituyen los pilares fundamentales; éstos deben ser también los elementos que estructuren nuestra comunidad.


Siempre al levantarnos, al salir de casa, al iniciar nuestras actividades cotidianas, al despedir nuestros familiares y amigos, al viajar, etc., invoquemos esa fórmula maravillosa que nos sugiere la liturgia: "EN EL NOMBRE DEL PADRE, Y DEL HIJO, Y DEL ESPÍRITU SANTO". (JM). tomado de: http://www.tufecatolica.com/quien-es-dios.html









sábado, 29 de julio de 2017

ALGUNOS APARTES DEL CATECISMO CATÓLICO

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LA PROFESIÓN DE LA FE PRIMERA SECCIÓN 
”CREO” – “CREEMOS” 

26 Cuando profesamos nuestra fe, comenzamos diciendo: "Creo" o "Creemos". Antes de exponer la fe de la Iglesia tal como es confesada en el Credo, celebrada en la Liturgia, vivida en la práctica de los Mandamientos y en la oración, nos preguntamos qué significa "creer". La fe es la respuesta del hombre a Dios que se revela y se entrega a él, dando al mismo tiempo una luz sobreabundante al hombre que busca el sentido último de su vida. Por ello consideramos primeramente esta búsqueda del hombre (capítulo primero), a continuación la Revelación divina, por la cual Dios viene al encuentro del hombre (capítulo segundo), y finalmente la respuesta de la fe (capítulo tercero).
  

CAPÍTULO PRIMERO EL HOMBRE ES "CAPAZ" DE DIOS
I EL DESEO DE DIOS 


27 El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer hacia sí al hombre, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar: 

 La razón más alta de la dignidad humana consiste en la vocación del hombre a la comunión con Dios. El hombre es invitado al diálogo con Dios desde su nacimiento; pues no existe sino porque, creado por Dios por amor, es conservado siempre por amor; y no vive plenamente según la verdad si no reconoce libremente aquel amor y se entrega a su Creador (GS 19,1). 

28 De múltiples maneras, en su historia, y hasta el día de hoy, los hombres han expresado a su búsqueda de Dios por medio de sus creencias y sus comportamientos religiosos (oraciones, sacrificios, cultos, meditaciones, etc.). A pesar de las ambigüedades que pueden entrañar, estas formas de expresión son tan universales que se puede llamar al hombre un ser religioso: 

Él creó, de un solo principio, todo el linaje humano, para que habitase sobre toda la faz de la tierra y determinó con exactitud el tiempo y los límites del lugar donde habían de habitar, con el fin de que buscasen a Dios, para ver si a tientas le buscaban y le hallaban; por más que no se encuentra lejos de cada uno de nosotros; pues en él vivimos, nos movemos y existimos (Hch 17,26-28).

29 Pero esta "unión íntima y vital con Dios" (GS 19,1) puede ser olvidada, desconocida e incluso rechazada explícitamente por el hombre. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos (Cf. GS 19-21): la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas (Cf. Mt 13,22), el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes del pensamiento hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios (Cf. Gn 3,8-10) y huye ante su llamada (Cf. Jon 1,3).

30 "Se alegre el corazón de los que buscan a Dios" (Sal 105,3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, "un corazón recto", y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios. Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti (S. Agustín, conf. 1, 1, 1).